martes, 30 de abril de 2019

La vida entre jueves y jueves


Desde hace 42 años, las Madres de Plaza de Mayo marchan cada semana en la Plaza que terminó dándoles el nombre. ¿Cómo fue la primera vez de cada una? ¿Qué significa la Plaza en sus vidas? Sus historias, intercaladas con un jueves junto a ellas.

Por Luis Zarranz


Rosa, Evel, Mercedes, Hebe, Visitación, Claudia, Carmen no son nombres propios, sino las integrantes de un colectivo que las excede individualmente y las identifica en el mundo entero: son Madres de Plaza de Mayo.
Ellas, que socializaron lo más preciado que tienen –sus hijos– y que están hechas de batallas heroicas, transitaron, antes de convertirse en lo que son, un intenso camino que, en todos los casos, las llevó a la Plaza que les daría el nombre definitivo.
Estas son sus pequeñas inmensas historias.
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Rosa de Camarotti tuvo un solo hijo, Osvaldo Daniel. En agosto de 1978, cuando fue a la Plaza por primera vez, pasó de madre a Madre: Rosa de Camarotti se transformó en una Madre de Plaza de Mayo.
Aquella primera vez –recuerda– se quedó en un borde, sobre la avenida Rivadavia. Miró marchar a las demás. Una de esas mujeres –no recuerda quién– le hizo señas para que se acercara y se sumara. Enseguida empezaron a conversar: quién le faltaba, cuándo se lo habían llevado, dónde, por qué. Su historia era similar a la de las demás, era una tragedia nacional.
Esas mujeres le dijeron que la próxima vez que fuera a la Plaza de Mayo llevara era el símbolo que ya distinguía a las Madres: el pañuelo blanco. Rosa buscó en su casa y sólo encontró uno rosa, tan chiquito que apenas podía anudar en el cuello. Lo puso en lavandina y lo blanqueó.
–Total, es por poquito tiempo. No vale la pena que me compre uno por dos meses– pensó.
Eso recuerda cuarenta años después, con un pañuelo blanco en la cabeza, al  volver de la Plaza, como casi todos los jueves desde entonces.
Tres meses antes de su debut en la marcha de las Madres, exactamente el 18 de mayo de 1978, Osvaldo Daniel había sido secuestrado por una patota del Ejército de la casa en la que vivía con Rosa y Osvaldo padre, en Lomas de Zamora (provincia de Buenos Aires).
Al principio, los militares les dijeron que estaría detenido hasta después del Mundial de Fútbol. Era lo que solían decirles a muchas familias –no solo en los cuarteles, sino también en varias dependencias del Estado y hasta en algunas iglesias con vínculos castrenses–, pero el Mundial terminó en julio y de Osvaldo no habían sabido más nada.
No se lo había tragado la tierra, sino la dictadura militar.
Los meses pasaron y Rosa tuvo que cambiar el pequeño pañuelo blanqueado por otro, y con el correr de los años, por otros más: desde entonces, pasaron más de 2100 jueves en los que Rosa de Camarotti asiste junto a sus compañeras todos los jueves a Plaza de Mayo.
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Es jueves y el escenario es la Plaza que vio nacer y le da el nombre a la organización. A las dos y cincuenta y ocho de la tarde del 18 de abril de 2019 Rosa baja de una camioneta. Camina nueve pasos y entra al “puesto” –que en realidad es un gazebo– donde  a modo de kiosquito se venden libros, revistas, pulseritas, mates, cadenitas de la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
En treinta y dos minutos, a las quince y treinta, la Plaza se vestirá de pañuelos blancos. Entonces Rosa saldrá del puesto con pasos breves pero firmes como el paso del tiempo, para marchar junto a sus compañeras alrededor de la Pirámide.
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Evel de Petrini –Beba, para todo el mundo–, camina rengueando levemente desde una reciente operación de cadera. Los médicos le recomendaron que evitara caminar, pero hay cosas que no pueden evitarse: ir a la Plaza cada jueves, por ejemplo.
Si no fuera porque el Gobierno de la Ciudad decidió, en enero de 2018, realizar una serie de reformas en la Plaza, incluida la remoción de las baldosas que tenían pintados los pañuelos –pese a que la Legislatura había declarado “Sitio histórico” el espacio alrededor de la Pirámide, en reconocimiento a la marcha de las Madres–, Beba llevaría más de 2100 semanas pisando las mismas baldosas, jueves a jueves.
Fue una de las primeras Madres en unirse al movimiento. Uno de sus dos hijos, –Osvaldo, el mayor– había sido secuestrado y desaparecido de la casa familiar, en Santos Lugares, el 13 de marzo de 1977.
–La desaparición es el no saber. Es decirle “chau, hasta mañana” y no verlo nunca más. No saber qué pasó, dónde está, ni qué le hicieron. Es una cosa que te carcome la cabeza.
Los primeros días, Beba pasaba horas al lado del teléfono, a la espera de una noticia sobre el paradero de su hijo. Pero esa llamada no llegó nunca.
A los pocos meses, se enteró de que un grupo de madres desesperadas como ella iba todos los jueves a la Plaza para pedir novedades sobre sus hijos e hijas secuestrados. Decidió sumarse.
–Fue un sostén. Me gustó estar ahí con ellas.
Jamás pensó que aquel encuentro, a mediados de 1977, duraría más de cuarenta años. Tampoco que, desde entonces, cada jueves se convertiría para ella en el día más importante de la semana. En la Plaza –afirma– aprendieron todo, en especial el compañerismo. “Siento una emoción profunda estando ahí, como aquel primer día, que fue tan doloroso”. Con la voz cascada por una incipiente tos, recuerda: “Vine sola y me fui acompañada, colectivamente”.
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A las tres de la tarde en punto pareciera que sonase el timbre de un colegio, o que se abrieran las puertas imaginarias que retenían a las diez, quince personas que llegan de golpe: desde la boca del subte, ubicada en la otra punta de la Plaza, sobre Yrigoyen; desde el Cabildo, desde la calle Reconquista, desde el Bajo, y de vaya a saberse dónde.
Pero no hay timbre y las puertas son imaginarias.
Hay un silencio que no es tal, es la suma del murmullo lejano de varias voces desordenadas; unos tacos apurados que se alejan, perdiéndose; una frenada de colectivo cuyo volumen, a la distancia, llega tenue.
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–Mi hija se llamaba Alicia. Le puse ese nombre porque decirlo te obliga a sonreír. Mirá, probá: A-li-cia.
Alicia fue una de las víctimas del terrorismo de Estado. A partir de su desaparición, su mamá, Mercedes de Meroño, Porota, volvió a sufrir de cerca el dolor infinito: en 1930, cuando tenía seis años, su familia –su padre, su madre, su hermana mayor y ella misma– debió escapar del país ante las amenazas de muerte que, tras el primer Golpe militar de la historia argentina, recibía su papá, José María Colás, un albañil y militante anarcosindicalista. Se radicaron en Lodosa, un pueblo de Navarra, España.
También allí, vivirían un calvario: luego de comenzada la Guerra Civil Española su padre, un activista por la Segunda República, fue fusilado por grupos fascistas. A Porota, que entonces tenía 11 años, los asesinos de su padre le raparon la cabeza para identificarla como hija de un republicano.
–Lo fusilaron un jueves a las tres y media de la tarde.
El día y la hora tomarían otra dimensión cuando, varias décadas después, comenzó a marchar en Plaza de Mayo, los jueves, en ese mismo horario, con un pañuelo blanco en la cabeza.
Entre un hecho y otro, Porota regresó a Argentina, en 1939; se casó, tuvo una única hija, A-li-cia. El 5 de enero de 1978, a los 31 años, la secuestraron en su casa de la calle Benito Juárez 4285, Devoto, en la ciudad de Buenos Aires. Estaba divorciada y tenía tres hijos (Martín, Patricia y Leonardo).
–No sé lo que pensé entonces. Lo único que me acuerdo es que cuando se la llevaron las palabras que dije fueron: “¡Otra vez el fascismo, no!”. De eso sí me acuerdo.
La voz de Porota se mezcla con la emoción, y unas dosis de bronca. Los primeros ocho meses sin Alicia le provocaron una depresión que la encerró en su casa. “Me quedé meses mirando la ventana, esperando que mi hija volviera. Y si salíamos con mi marido, dejábamos una nota con los datos de dónde estábamos: por si volvía”, dice mirando un punto fijo. “Tenía una preocupación: habían cambiado el sentido del tránsito de la calle de mi casa, en Devoto, y yo decía: ‘Cómo va a llegar Alicia si ahora es contramano’”.
Fue su marido, Francisco, que solía ir al centro de la Ciudad, el que le dijo que había visto a unas mujeres con pañuelo blanco en la Plaza de Mayo.
–Me compré un pañuelo de los que se usan para bailar, me lo puse en la cabeza. Llegué a la Plaza y me senté en un banco. Una Madre que nunca más vi ni supe quién era, me dijo “¿a vos quién te falta?”. Yo lloraba. Le dije “mi hija” y me dijo “acá no se viene a llorar, ¿eh? acá se viene a luchar, así que levántate y vamos”.
Y Porota fue.
–Esas palabras produjeron un cambio general en mí. Se lo agradezco de por vida porque en vez de ser una llorona, fui una luchadora para combatir al fascismo hasta el día que me muera.
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La tarde avanza lenta. Hay una brisa suave como una caricia distraída y un puesto, que en realidad es un gazebo, cuya espalda da a la calle Rivadavia, que cada vez convoca más turistas, curiosos e interesados. A su alrededor ya hay entre veinte y treinta personas que charlan en grupos, hablan por celular,  preguntan el precio de tal libro o equis llavero y  esperan que el reloj marque las quince y treinta: el momento exacto en el que se producirá el parto colectivo, la celebración del ritual más emblemático de la historia del país: la marcha de las Madres de Plaza de Mayo.
Pero todavía falta.
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Con los años, Hebe de Bonafini fue perdiendo el apellido para ser, simplemente, Hebe. Como Fidel, Evo o Cristina, basta pronunciar su nombre para que se sepa de quién se está hablando.
Antes de ser Hebe fue Kika. Así la llamaban sus conocidos antes de ser la presidenta de las Madres. Kika pasó a ser Hebe cuando desaparecieron sus dos hijos mayores –Jorge, el 8 de febrero de 1977 en La Plata; Raúl, el 6 de diciembre de ese mismo año, en Berazategui, luego de estar meses en la clandestinidad. Tenían 27 y 24 años–.
A partir de entonces, comenzó un proceso de trasformación personal y politización que convirtieron a Kika, una costurera y ama de casa platense, en Hebe, una de las referencias icónicas del pañuelo blanco.
En su oficina en la sede de la Asociación, una tarde de mediados de 2018, Hebe sostiene un pañuelito descartable en la mano con el que, cada tanto, se seca las lágrimas.
Recordar la emociona, recordar es re-vivir un momento determinado.
–La Plaza empezó siendo un lugar de encuentro con mis hijos: llegar era encontrarme con ellos, así que precisaba estar sola. Era como una cosa muy honda.
En esa profundidad, reconoce distintos momentos, como si hablara mirando una línea imaginaria de tiempo: “Después, la Plaza pasó a ser miles de hijos: una necesidad. Apurábamos la vida para que llegara el jueves. Hasta 1980 no teníamos oficina, entonces lo más importante era ahí: juntarnos, ver qué pasaba, qué decían las demás”.
Fueron pasando las semanas, los meses, los años: la vida transcurriendo intensamente entre jueves y jueves. Hebe resalta “el orrrgullo” –lo dice así, estirando la erre, remarcándolo– de haber sostenido la marcha tantos años. Jamás hubiera podido imaginarlo: “Parece mentira que tan poco rato, media hora o un poquito más, tenga tanta repercusión internacional. Pero media hora cada jueves, casi 2200 jueves, es un poquito bastante”.
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El sol cae oblicuo y tiñe una franja de esta porción de la Plaza de color dorado.
Son las tres de la tarde y veintiséis minutos, y un hombre grueso y macizo de voz rasposa grita “Ahí viene la camioneta”. Es, también, una señal de largada: instantáneamente comienzan las canciones alusivas, los aplausos, el reconocimiento a las mujeres de pañuelo blanco.
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“En la Plaza siento que no soy yo: soy los 30.000; siento que los veo ahí y que me hacen vivir. Eso es la Plaza para mí: todas las compañeras, las Madres y los hijos. Soy otra. Me transformo completamente. No me preguntes cómo es porque ya no soy yo”.
Visitación de Loyola es histriónica, no hay vez que hable y sus manos no acompañen sus palabras, haciendo gestos y piruetas en el aire. La sonrisa ancha es la marca registrada de su rostro, incluso cuando es jueves a las tres y media y deja de ser ella para ser 30.000: para sentirlos a todos en el cuerpo.
Un barco, que cruzó un océano que –recuerda– parecía no terminar nunca más, la trajo desde España, donde nació, a Buenos Aires, adonde trasladó su sonrisa, con solo 24 años.
El 21 de diciembre de 1976, la expresión y el almanaque se detuvieron cuando su hijo, Roberto Mario, fue secuestrado en Loma Hermosa, un barrio obrero de casas bajas a la vera del Río Reconquista, en el oeste del Conurbano.
Otra Madre de la zona, que ya participaba de las marchas de cada jueves, la invitó a sumarse al movimiento una tarde imprecisa de 1977, cuando se puso el pañuelo por primera vez.
41 años después, si en la Plaza surge una consigna, Visitación será la Madre más efusiva, contagiando al resto. “Defender la alegría –dice– es, también, luchar por nuestros hijos. La Plaza, aunque esté enferma, me cura: porque nos dio 30.000 hijos”.
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Adentro de la combi que se mete en la Plaza hay seis Madres –Beba, Porota, Hebe, Visitación, Claudia y Carmen–, que bajan con cierta dificultad, a las quince y veintiocho de la tarde. Las recibe el clásico “Madres de la Plaza, el Pueblo las abraza” que gritan a viva voz quienes desde hace un rato las están esperando.
La camioneta estaciona al lado del gazebo. Ellas enfilan hacia la Pirámide. Despliegan el cartel que sostienen sus manos frágiles y arrugadas: “41 años pariendo memoria y futuro”.
Con Rosa, son siete Madres, tan firmes como sus encorvados cuerpos se lo permiten: siete pañuelos blancos que representan 30.000. No más de cien personas cantan detrás de ellas: son también 30.000.
A las quince y veintinueve  esperan, sosteniendo el cartel, que el reloj avance. Es un minuto largo, como si el tiempo se detuviera o corriera más lento que lo habitual.
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Claudia de San Martín supo desde chiquita lo que significaba un campo de concentración: sus padres se conocieron en un barco, escapando de las mazmorras: él de Ucrania, ella de Bielorrusia. Apenas jóvenes, se asentaron en Brasil y, posteriormente llegaron a Oberá, Misiones. Claudia pisó las calles de tierra roja hasta los quince años, cuando fue a vivir a lo de un tío en Berisso, en la provincia de Buenos Aires. Luego, se casó, tuvo tres hijos varones y una vida relativamente calma. Hasta que el 27 de mayo de 1977 una patota irrumpió en su casa de Camino General Belgrano, en Berazategui, y se llevó para siempre a Carlos José, el segundo de ellos, y el único que militaba.
Tenía dieciocho años.
Unos meses después, Claudia, con el legado de sus padres a cuestas y la necesidad de hacer algo, fue a la Plaza por primera vez. No recuerda –dice–datos exactos de aquella vez, pero sí que, buscando a su hijo, sentía que volvía a nacer. Como sus compañeras, desde entonces la Plaza se convirtió, cada jueves, en un imán: “Es una descarga para mí. Ir a la Plaza es una necesidad”.
Lo afirma rápido, acelerada, como vomitándolo. Su boca es una frontera demasiado lábil para la urgencia de sus palabras. “Cada jueves me preparo desde temprano. Voy a la Casa de las Madres, almorzamos juntas, vamos a la Plaza. Amo la Plaza. La quiero. La necesito. No me encuentro cómoda en ninguna parte como ahí, aunque no hable con nadie. Es mi lugar”.
Sigue: “La Plaza es todo. Te llenás de lágrimas, de alegría, te compensa. El otro día pasó una mujer que dijo ‘vayan a trabajar’. ¿A vos te parece? No lo puedo creer. Si le hubiera pasado a ella, ¿qué hubiese hecho? No sabe el dolor de cada una ni el valor de la Plaza: también luchamos por ella.
***
Son las quince y treinta. Deberían sonar campanas. El mundo se detiene.
En realidad, no; pero debería.
Empiezan a marchar. Lo hacen alrededor de la Pirámide, en sentido contrario a las agujas del reloj, como si quisieran volver el tiempo atrás y, a la vez, realizar un conjuro contra su inexorable paso.
El ritual de cada jueves está en marcha, literalmente. El que parieron con tanto dolor y tanta necesidad y el que, seguramente, las sobrevivirá.
Es que no es una Plaza, no es una marcha, no son las Madres: es más que todo eso.
***
María Consuelo de Arias se convirtió en Madre de Plaza de Mayo a mediados de 1977, cuando desaparecieron a su hijo, Ángel, el 17 de mayo de 1977. Fue luego de un violento operativo militar en el departamento en el que vivía, en Quilmes, con su compañera Beatriz, secuestrada junto a él.
Desde entonces Consuelo se sumó a la marcha semanal, acompañada por su hija, Carmen, hermana de Ángel. Madre e hija asumieron ese compromiso como algo propio: no necesitaban arreglar nada para saber que cada jueves a las 15:30 se encontrarían en la Plaza.
Cuando María falleció, Carmen continuó acompañado al pañuelo blanco. En 2007, las integrantes de la Asociación decidieron, en reconocimiento a su constancia, ungir a Carmen, la hermana de Jorge, como una de ellas: se transformó en una Madre de Plaza de Mayo.
“Vengo desde el 77 con mi mamá y cada jueves veo distinta a la Plaza. Cada vez me conmueve una cosa diferente: el recuerdo de las y los 30.000, el cariño con las Madres: todo”, dice en una de las oficinas de la Asociación.
–Los jueves son días distintos. Aunque uno tenga una cantidad de problemas, inclusive de salud, todo se allana como para poder asistir –narra, minutos después de volver de la Plaza.
A Carmen la inquieta el legado de las Madres y el futuro. Cree que nadie tiene la fuerza y el empuje que sí tienen ellas. Sin embargo, confía en los jóvenes: “Ellos van a continuar esta historia”.
***
Son las quince y treinta y ocho. En unos minutos, se completará la segunda vuelta alrededor de la Pirámide. Pareciera que los que están marchando, en realidad, son los 30.000 desaparecidos.
Con los demás, se unen en un solo grito. Se escuchan fuerte y nítidamente.
Gritan:
“No
nos
han
vencido”. 

sábado, 14 de julio de 2018

Un encuentro gigantinho


Las Madres con el Papa Juan Pablo II

Por Luis Zarranz
En julio de 1980 –exactamente 38 años atrás– las Madres de Plaza de Mayo lograron concretar la primera audiencia privada con el papa Juan Pablo II, luego de varios intentos y de algunos esporádicos encuentros en la audiencia general en el Vaticano.
La entrevista no se produjo en Roma, sino en Porto Alegre (Brasil), país que Su Santidad visitaba por primera vez y que era todo un acontecimiento, tratándose del Estado con mayor número de católicos del mundo.
El Papa estuvo doce días en tierras brasileñas en los que recorrió trece ciudades (Brasilia, San Pablo, Belo Horizonte, Recife, Porto Alegre, entre otras). Cuando las Madres tomaron conocimiento de que visitaría Brasil comenzaron a debatir la conveniencia de viajar para lograr, de una vez por todas, un encuentro que amplificara su reclamo.
Lo debatieron y al no llegar a un acuerdo, la comisión directiva de la Asociación terminó decidiendo que era imposible lograr la audiencia debido a que las gestiones previas no habían dado el resultado esperado. No obstante, un grupo de Madres (mayormente de Filial La Plata), que no compartían la decisión de la Comisión, empezó a manejar la opción de ir igual, gestionándose el viaje, cosa que finalmente hicieron.


El viajar es un placer…
Decidieron viajar a Porto Alegre por una cuestión matemática: al ser una ciudad con menos habitantes, tendrían mayores posibilidades de lograr su propósito que en San Pablo. La iniciativa era viajar, en micro, y, al arribar, realizar todas las gestiones posibles para materializar el encuentro.
Finalmente, once Madres –seis de La Plata, entre ellas Hebe de Bonafini; dos de Mendoza, dos de Concordia y una de Buenos Aires– se subieron a un micro que salió de la iglesia San Ponciano de La Plata. Compartieron las 36 horas de viaje con sacerdotes y religiosas de esa congregación, que iban a ser parte de un encuentro pastoral con el Papa.
El viaje en micro tuvo varias perlitas. En algunos pasajes, el grupo de feligreses iba rezando padresnuestros y avemarías. En un momento, Hebe les pidió que las dejaran continuar a ellas. Pidió silencio y el grupo de Madres comenzó a rezar por los desaparecidos, con versiones libres del Padre Nuestro y el Ave María que habían inventado y que incluía referencias a los desaparecidos. Los religiosos no podían creer lo que escuchaban.
En el micro viajaba, también, un gigantesco cartel que las Madres habían elaborado para desplegar en las calles de Porto Alegre por las que haría su recorrido el Papamóvil. Tenía 36 metros de largo. Lo habían hecho en el sótano de la casa de una de las Madres, Marta Alconada de Aramburú, y por las propias dimensiones –del cartel y del sótano– no lo habían podido desplegar por completo: mucho después, supieron cuánto media. La consigna era tan extensa que iban agregando pedazos de telas para completarla.

“Manifestación política”
El 3 de julio, a la una del mediodía, arribaron a destino. Una hora más tarde –apenas una hora después, luego de haber viajado ¡un día y medio!– un grupo fue a la Curia. Fueron recibidas por el arzobispo, cardenal Vicente Scherer, a quien le dejaron una carta para que fuese entregada a Juan Pablo II y le manifestaron su intención de concretar una audiencia privada.
A las tres de la tarde, realizaron una acción de amplio impacto político: desplegaron el extensísimo cartel frente a la Catedral. La consigna fue leída por miles de brasileños:
“POR LOS DESAPARECIDOS EN ARGENTINA–MADRES DE PLAZA DE MAYO”.
El Cardenal, que les había garantizado que entregaría la misiva al Papa, luego se mostró contrariado frente a la acción de las Madres porque la consideró una “manifestación política”. Inquietas como siempre, propiciaron otras reuniones y en una de ellas, otro religioso, Antonio Cecchin, les dijo que se ocuparía de gestionar el encuentro.
Ese mismo día volvieron a desplegar el cartel sobre una avenida por la que iba a pasar el Papa y su comitiva. La Policía las obligó a sacarlo, pero ellas decidieron doblar la apuesta: tocaron, aleatoriamente, diversos timbres de un edificio hasta que alguien activó el portero eléctrico. Entraron y subieron a la terraza, en donde desplegaron, otra vez, el cartel con la consigna. Lo sostuvieron entre todas, como podían. Al verlo, la Policía les ordenó, nuevamente, que lo quitasen. Empezó, entonces, una serie de forcejeos. Luego de varios intentos, los efectivos policiales se apoderaron del cartel. Quisieron, además, detener a las Madres por haber irrumpido en un edificio de esa manera.
Pero la historia no terminó allí: el diputado Aldo Pinto –tenía inmunidad parlamentaria–, las invitó a asistir a su departamento, ubicado en un 5º piso de esa misma avenida. Allí, las Madres hicieron otra bandera, más pequeña y más desesperada: “LAS MADRES DE PLAZA DE MAYO PIDEN SOCORRO AL PAPA”. La colgaron del balcón cuando el Papamóvil pasó por allí: lo vivieron como un triunfo político.
A las seis de la tarde, el Papa llegó a la Catedral de Porto Alegre. Las Madres aguardaron, desde entonces, una respuesta. Recién a las once y media de la noche tuvieron una contestación: “El Papa las recibirá, en audiencia especial”, les dijo Cecchin.

Las Madres y el Papa
Finalmente, el sábado 5 de julio de 1980, pudieron concretar su encuentro con el Papa, en el estadio Gigantinho de Porto Alegre. Las Madres habían acordado que, para aprovechar el poco tiempo del que dispondrían durante la audiencia, cada una hiciera referencia a un tema particular. Sin embargo, cuando se produjo la reunión, la desesperación pudo más y transmitieron su pedido con ansiedad y sin el orden preestablecido.
El Papa las escuchó y les respondió tomando a cada una de las manos. Les dijo: “Tengan fe, paciencia y esperanza. Yo siempre me preocupé, me preocupo y me preocuparé” por el problema de los desaparecidos en Argentina. Las Madres le entregaron, además, una carta para que interceda ante el gobierno de Videla para obtener información de “los miles de hombres y mujeres, además de niños, que han sido detenidos o secuestrados durante cuatro años”. Tenían plena conciencia de que su voz podría generar un cimbronazo en la dictadura que se autoproclamaba “occidental y cristiana”.
Al salir del encuentro, Hebe de Bonafini sostuvo que había sido “un rayo de sol, una luz de libertad”. Tenían esperanza en su intervención. Aunque la audiencia había sido de sólo ocho minutos, el hecho de que hubiera sido su única actividad estrictamente no religiosa durante las dos semanas en Brasil significaba un triunfo político transcendente.
Habían podido concretarla por los valores que resumen su lucha: tozudez, creatividad, perseverancia, coraje y lucidez política. Atrás habían quedado tres visitas al Vaticano y un viaje a Puebla, México, en los que la posibilidad de un encuentro privado se había esfumado, una y otra vez.

El misterio de la fe
La breve reunión con la máxima autoridad de la iglesia católica y uno de los mayores líderes mundiales provocó expectativa en las mujeres del pañuelo blanco, además de brindarles una mayor visibilización global a la que, por prepotencia militante, ya estaban teniendo.
Sin embargo, con el paso del tiempo, las palabras del Papa fueron perdiendo fuerza, ya que no fueron acompañadas por ningún hecho concreto. Durante la audiencia, además, Juan Pablo II había pronunciado a algunas de las Madres una frase que, con el paso de los años, se volvería macabra: “Ustedes volverán a ver a sus hijos”.
¿A partir de qué información el Papa había sostenido tal cosa, que sonaba muy similar a los engaños que la jerarquía eclesiástica argentina les hacía a las Madres cada vez que recorrían iglesias, obispados, o conventos?
La respuesta sigue siendo un misterio.



(Publicada en la revista Contraeditorial, Nº 21, 13 de julio de 2019)

jueves, 12 de febrero de 2015

La marcha de la impunidad

Resulta que un grupo de fiscales y jueces convocan a una “marcha del silencio” para el próximo 18 de febrero, en homenaje a Alberto Nisman. Tienen todo el derecho del mundo a homenajear como quieran al fiscal fallecido, pero no a tomarnos por tontos. Con aparente inocencia y total descaro, pretenden hacernos creer que se trata de una movilización de “la gente”, una convocatoria apolítica, un simple homenaje. ¿Por qué, entonces, la marcha tiene como epicentro esta Plaza, frente a la Casa de Gobierno?
¿Hay algo más político que un grupo de jueces y fiscales marchando en silencio a Plaza de Mayo?
¿Existen movilizaciones que no sean políticas?
La respuesta es no.
La respuesta es que es una marcha profundamente política, cuyo propósito es apuntar los cañones contra el Gobierno como instigador de la muerte de Nisman. Y más aún: la respuesta es que los jueces y fiscales convocantes, marchan por un silencio equivalente a la impunidad: la suya propia.
Varios de estos jueces y fiscales obstruyeron la investigación de los encubrimientos en la causa AMIA.
Uno de estos fiscales tenía una carpeta con fotos de niños, niñas y adolescentes de bajos recursos y la utilizaba para hostigarlos, estigmatizarlos y criminalizarlos. Además les presentaba esas fotografías a quienes habían sido víctimas de un delito para inducirlas a culpar a los vecinos de Villa Mitre.
Uno de estos fiscales asiste, en cada elección, al bunker del PRO, a festejar con globos amarillos y canciones de moda, el desempeño electoral de Mauricio Macri y sus amigos.
Uno de estos fiscales fue viceministro del Interior de José Luis Manzano e intervino en el irregular ingreso al país de los traficantes de armas y primos políticos de Menem, Monzer y Ghazan Al-Kassar.
Uno de estos fiscales tiene un expediente disciplinario ya que aparece en grabaciones ordenadas por el juez Ramos Padilla, conversando con un comisario corrupto, al que le sugiere cómo aliviar su situación, con ayuda de un juez federal que también convoca a marchar en silencio.
Uno de estos fiscales fue desplazado por hacer concursos de ingresos de personal no transparentes.
Uno de estos fiscales es el candidato de Sergio Massa a la Procuración General.
Uno de estos fiscales es un férreo oposito de la reducción de penas de las personas privadas de su libertad y, por eso, se opone al nuevo Código Penal por considerarlo “garantista”.  
Uno de estos fiscales fue relevado de la Unidad Fiscal para la Investigación del Lavado de Dinero ya que no había avanzado con ninguna causa.
Uno de estos fiscales fue el que estuvo a cargado de la causa de La Tablada, donde fueron torturados y desaparecidos varios compañeros y todavía no hubo justicia.
Uno de estos fiscales encubrió el abuso sexual contra una menor cometido por el yerno de su amigo.
Uno de estos fiscales encubrió la causa de Río Tercero, la venta ilegal de armas, el Narcogate; el mismo fiscal, el que investigó a la familia Pomar en lugar de encontrar la camioneta que estaba a la vera de la ruta.
Uno de estos fiscales es jefe de seguridad del Club Boca Juniors. Está documentada su interacción con integrantes de la barrabrava del club: reuniones en su despacho con personas que en ese mismo momento estaban prófugas de la Justicia. Esta misma persona fue ministro de Seguridad bonaerense y su objetivo fue darle “mayor poder de fuego” a la Bonaerense, la policía experta en desaparecer y asesinar jóvenes de los barrios marginales.

Los casos podrían seguir in eternum. Se podría decir que la lista de delitos e irregularidades que involucra a los jueces y fiscales que convocan a la marcha del 18 es infinita. Y que cada dato demuestra quiénes son y qué intereses representan. Pero, además, cabe preguntarse por qué estos jueces y fiscales nunca, jamás, convocaron a una marcha en homenaje, por ejemplo, los 30.000 desaparecidos. ¿No se sintió interpelada la corporación judicial por la búsqueda de Justicia en casos como la Masacre de Famatina, la de Margarita Belén o, por nombrar sólo algunos, la desaparición de “Paco” Urondo, Raymundo Gleyzer o por las tres Madres que luchaban por la aparición con vida de sus hijos? ¿Por qué no homenajearon a Darío Santillán y a Maximiliano Kosteki? ¿Por qué no convocaron a marchar en homenaje a Ezequiel Demonty, obligado a morir ahogado en el Riachuelo por la Policía? ¿No los conmovió la desaparición de Luciano Arruga o los muertos del 19 y 20 de diciembre de 2001?

La respuesta, otra vez, es NO.
La respuesta es evidente: esta “marcha de silencio” busca callar estos antecedentes. Ellos lo saben aunque no lo digan: el silencio es la peor impunidad.


(Leída el jueves 12 de febrero de 2015 en Plaza de Mayo, tras la habitual marcha de la Asociación Madres de Plaza de Mayo)

lunes, 5 de enero de 2015

Crear lo imposible

TEATRO COMUNITARIO. ESCENAS DE LA VIDA EN DEMOCRACIA

Una hipótesis, una historia y una guía del teatro comunitario argentino forman parte de este libro que escribió el periodista Luis Zarranz y será editado por lavaca este año.

Transformarse
La primera vez que vi un espectáculo de teatro comunitario fue en el Circuito Cultural Barracas: “El casamiento de Anita y Mirko”, una obra que crearon los vecinos del barrio en medio del derrumbe del año 2001, como una excusa para encontrarse, jugar y divertirse.
Desde su estreno, catorce años atrás, la celebración se realizó, cada vez, con localidades agotadas: los vecinos habían percibido que la excusa era, en realidad, una necesidad.
En cada función, más de cincuenta vecinos-actores recrean un casamiento de dos familias muy diferentes con todos sus ritos: entrada de los novios, vals, torta, ramo y carnaval carioca. El público es protagonista: baila a rabiar –trencito incluido–, comparte la mesa con otros invitados y se siente parte de la fiesta: entra retraído y sale bailando o intercambiando correos: celebrando el encuentro.
Ésa es una de las transformaciones que genera el espectáculo en particular y el teatro comunitario en general.

Vecinos y actores
Anita y Mirko fue mi puerta de entrada. Y el sacudón que me reveló la trama de vecinos-actores que, en diversos grupos, estaban creando espacios de libertad, autogestión, aportes colectivos y de potencia teatral para zurcir los lazos comunitarios.
Desde entonces, no sólo volví varias veces a disfrutar la función –cada una tuvo algo que la hizo diferente–, sino que vi más de cuarenta obras de teatro comunitario, entrevisté a directores, vecinos y público, participé del Encuentro de Teatro Comunitario en Patricios, Provincia de Buenos Aires: me divertí y aprendí muchísimo de diferentes experiencias, y me sentí yo también parte de esa celebración.
En cada caso, con los matices y particularidades de cada grupo, percibí cómo el teatro comunitario –la ligazón creativa de una comunidad en un territorio determinado– potenciaba los lazos entre los vecinos para transformar el más político de los ámbitos de un barrio: el cotidiano.
Disfrutar la producción y los espectáculos comunitarios fue –lo es– una experiencia alucinante: en el hacer, los vecinos-actores no dimensionan el impacto que produce ver al del 4º A, al carnicero, la maestra, el jubilado, el estudiante o la panadera maquillarse juntos y jugar como el mundo adulto prohíbe: sin tapujos.
Este libro surge del impulso de contar la trama que supieron tejer sus protagonistas para erigirse como comunidad, transformar el “yo” individualista en un “nosotros” colectivo y, así, ocupar el espacio público, resistir el neoliberalismo y producir arte.
Ocupar.
Resistir.
Producir.

Libertas sin recetas
Como se trata de una experiencia surgida y sostenida de la práctica y no a partir de marcos teóricos, los conceptos, las definiciones, las hipótesis y los disparadores que se abordan en este libro no son estáticos, concluyentes ni definitivos, sino dinámicos y en permanente construcción. Lo único definitivo que existe en el teatro comunitario es la dinámica maleable con la que se fortalecen los grupos: su potencia y una de sus mayores fortalezas. Cualquier definición es, entonces, un intento por atrapar una pequeña dosis de la libertad en la que se desarrollan: sin recetas ni deberes seres.


Lo invisible
El teatro comunitario nació, creció y se fortaleció por fuera de la mirada de los medios comerciales y del Estado, pero no del público. La visión vertical, de arriba hacia abajo, unidireccional y miope de los medios de comunicación hegemónicos hizo que se perdieran –como unidad, por supuesto que hubo y hay excepciones– la construcción que estaba sucediendo fuera de sus focos de atención. En la producción en serie de categorías estancas en las que, por ejemplo, los vecinos son sólo vecinos, pero no actores, los medios no supieron –no pudieron– comprender lo concreto y lo simbólico, lo novedoso y lo transformador, de este tipo de construcción en la que no encajan sus conceptos de cultura, arte, barrio, ni comunidad. Cuando se arrimaron al teatro comunitario, lo hicieron tarde y mal.
Esta lógica no la viene padeciendo sólo el teatro comunitario, ni siquiera otras experiencias de misma índole: la víctima es toda la sociedad. La respuesta a este fenómeno de invisibilización es una condena que crece velozmente: la disminución de las personas que consumen estos medios y el derrumbe del paradigma que los ubicaba como impolutos, objetivos y transmisores de la verdad “objetiva”: aunque se resistan, parecen estar en vías de extinción.

Creando por-venir
El teatro comunitario comprendió, desde sus orígenes, que su legitimidad no estaba en la atención que pudieran captar de estos medios, sino en otro tipo de comunicación: la que ellos mismos estaban creando. Así, fueron capaces de construir con otros –diferentes otros: los propios integrantes de cada grupo; otros vecinos; el público; y todos y cada uno de quienes eran parte de este proceso de generación de nuevas formas de relaciones sociales– un vínculo sincero cuya consecuencia fue –es– una comunicación horizontal, de ida y vuelta y en permanente construcción, lo que les permitió desarrollarse y crecer a partir de lo que eran y no desde lo que otros querían que fuesen.
Celebrar este hecho es como la excusa para que los vecinos se encontrasen que dio origen al “El casamiento de Anita y Mirko”: una necesidad.
Y un mensaje: no se pueden divorciar a las palabras del hecho que las genera.
El teatro comunitario podrá verse, entonces, como un hecho aislado y particular, o como un emergente de la época y de la construcción colectiva que colocó el ingenio y la creatividad de eso que algunos llaman “gente común” en escena y la convirtió en protagonista de su por-venir.

La historia sin fin
En julio de 1983 había motivos de sobra para curar la inmensa herida social que estaba dejando la dictadura cívico militar, a la que le quedaban pocos meses en el poder, aunque varias de sus nefastas consecuencias aún perduren como una huella indeleble que resiste el paso del tiempo.
Los vecinos del barrio Catalinas Sur, La Boca, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, decidieron hacer algo subversivo para la época: reunirse, convocados por la mutual de padres de la escuela del barrio que ya tenía una intensa historia de labor solidaria y cultural.
Alguien, aprovechando que uno de los presentes era actor y director teatral, propuso que diera clases de teatro. El aludido, Adhemar Bianchi, respondió con esta frase:
–Clases, no: hagamos teatro… en la plaza

Bianchi proponía una experiencia creativa, de juegos, para armar colectivamente un espectáculo y darlo en la plaza. Todavía mandaba la dictadura y, entre otras proscripciones, había estado de sitio: las reuniones públicas estaban prohibidas.
A nadie le importó.
Comenzaron organizando "fiestas teatrales" –así las llamaban–, con choriceada incluida. Eran vecinos del barrio haciendo teatro, jugando y compartiendo un momento alegre tras varios años de terror.
El teatro comunitario es hijo de esa época y de esa necesidad.
Para la primera obra eligieron un texto del Siglo de Oro español sobre la censura impuesta por el Rey. Un texto que se ajustaba a lo que sucedía en el país.
Y empezaron a ensayar.

El disparate
La escena merece ser repasada: vecinos de La Boca jugando y ensayando escenas teatrales en una plaza del barrio mientras la dictadura seguía en el poder y, por ende, el horror estaba a la vuelta de la esquina.
El estreno de la obra fue en la plaza, con los vecinos interpretando el papel de censores. El público –otros vecinos– acudió masivamente: unas ochocientas personas disfrutaron el espectáculo.
Mientras se desarrollaba la función, un helicóptero policial cortó el cielo. Luego llegaron cuatro patrulleros. Surgió este diálogo que parecía parte del guión.

Policía: –¿Esto qué es?
Vecinos: –Es una fiesta del barrio, un espectáculo.
Policía: –¿Tienen permiso?
Vecinos: (Mienten con convicción) –¡Por supuesto!

Ochocientos vecinos derrotaron, entonces, a los malos: cuatro patrulleros y un helicóptero policial que se retiraron rápidamente de la escena.
La primera obra del teatro comunitario fue un éxito: teatral y social.
La primera victoria colectiva después de años de dictadura.
Y el primer grito: podemos.
El remedio para curar el tajo social que había abierto el terrorismo de Estado fue, entonces, recomponer –a través del arte– los lazos y la trama que la dictadura quiso quebrar como la rama de un árbol y ser comunidad
Común-unidad: el árbol florecido que construye el bosque.

Arte y parte
Treinta y un años después de esa función, en el país coexisten más de 60 grupos desparramados por distintos puntos del territorio. El teatro comunitario tiene absoluta vitalidad y, aún, no encontró sus límites: no tiene techo.
Puede ser definido de múltiples maneras. La más concreta: teatro de y para la comunidad. Sus integrantes son vecinos que, sin necesidad de tener formación actoral previa, juegan, se divierten y construyen con otros, diferentes espectáculos guiados por un coordinador o director teatral, que también es vecino del barrio. A través del arte, el juego y la creación colectiva reconfiguran y estimulan los vínculos sociales.
Parte de una concepción básica: el arte es transformador en sí mismo y genera transformación social por su propia condición artística: no es el envase de algo más importante, ni siquiera una herramienta para otra cosa, como mencionan algunas concepciones progresistas.

Territorio liberado
Como mayormente los grupos están formados por vecinos de un mismo barrio, el aspecto territorial configura un elemento central del teatro comunitario. Ricardo Talento –junto a Bianchi, uno de los impulsores del teatro comunitario en Argentina– sostiene que “tiene una raigambre urbana. No casualmente nació en Buenos Aires”.
El vecino, al permitirse crear y jugar con otros, transforma su cotidianidad: su propia visión del mundo, su vínculo con sus pares, consigo y con su entorno: transforma el “yo” en “nosotros”, se vincula desde otro lugar, ocupa el espacio público y se permite crear.
En palabras de Adhemar, la territorialidad implica que “el arte, puesto en un espacio de territorio, empieza a lograr que esa sociedad esté viviendo ese territorio y no sólo durmiendo en él”. El barrio deja de ser un dormitorio. Así se resignifican sus espacios de socialización.
En este aspecto, el teatro comunitario cuestiona las lógicas del mercado que colocan al cine, al shopping y casi todo lo demás, lejos de los barrios y las periferias: en los centros de consumo. Aparece, entonces, una fuerte tensión entre la comunidad, que resiste los mandatos del mercado, y éste, que aspira a delinear costumbres y mercantilizar hábitos.

La identidad
En la aldea global que es el mundo, en el que la globalización arrasa con las identidades locales, el teatro comunitario se asienta en el territorio más cotidiano: el barrio, pero no como un ghetto ajeno a las influencias externas. El recurso que permite que la identidad local se convierta en una fortaleza es el lazo colectivo y creativo que los une, que les posibilita crear desde ese lugar y reconstruir su propia historia.
El sociólogo, filósofo y ensayista polaco Zygmunt Bauman afirma que “La identidad parece compartir su estatuto existencial con la belleza: no tiene más fundamento que el de un acuerdo ampliamente compartido, explícito o tácito, expresado en una aprobación consensual del juicio o en un comportamiento uniforme”.

Clases a escena
Aunque los grupos de teatro comunitario atraviesan todas las clases sociales, la mayoría de ellos están integrados por sectores medios. Ricardo Talento tiene una mirada interesante al respecto: “Cuando se habla de teatro para la comunidad se piensa que hay que trabajar con sectores más desposeídos. Siempre digo que el sector más vulnerable es el sector medio, sobre todo en Buenos Aires: varía de un lado al otro su pensamiento político, su forma, su voto. Con total fragilidad pasa de un extremo a otro sin cuestionarse mucho; nunca sabe porqué le va mal ni porqué le va bien. Cuando le va mal, se suicida individualmente; cuando le va bien, individualmente cree que su tarjeta de crédito, su shopping y su familia es todo el mundo, que no necesita al otro. Cuando estamos desposeídos decimos: ‘Piquete y cacerola, la lucha es una sola’ y cuando nos va un poco bien tratamos de eliminar a los piqueteros. Es el sector más vulnerable, no el que tiene menos recursos económicos, porque está corrido ideológica y culturalmente”.
Como sea que fuese la composición de cada grupo, estos se convierten –sobre todo cuando la cantidad de integrantes es numerosa– en un mosaico de la comunidad: en sus virtudes y en sus miserias. Y en el dinamismo que la caracteriza: gente que llega, otros que se mudan.

Palabras sensibles
Bauman sostiene que “las palabras tienen significados, pero algunas palabras producen además una ‘sensación’. La palabra ‘comunidad’ es una de ellas. Produce una buena sensación: sea cual sea el significado de ‘comunidad’, está bien ‘tener una comunidad’, ‘estar en comunidad’.
Bauman luego desarrollará su tesis según la cual lo que evoca esa palabra es, en un mundo despiadado, lo que extrañamos y lo que nos falta para tener seguridad, aplomo y confianza. En ese sentido, postulará que la inviabilidad del individualismo, donde las personas carecerían de cualquier realidad a la que anclarse, convierte a la comunidad en el principal refugio siempre y cuando ésta no actúe como sinónimo de ghetto y ese refugio no esté basado en la estrechez de iguales.
En este caso, según Bauman, disfrutaremos de una libertad compartida con los que piensan igual que nosotros, pero no podremos recibir cualquier otra opinión de aquellos diferentes. Esa “seguridad” y esa “libertad” –señala– generarán una cerrazón fundada en la amenaza permanente. Por el contrario, los problemas encontrarán solución en el vínculo y la necesidad de compartir opiniones entre diferentes. Serán los problemas, y no la diferencia de los afectados, la que cobre sentido.

Crativ@s
El teatro comunitario tiene la convicción de que toda persona es esencialmente creativa y que sólo hay que crear el marco para que esta faceta se desarrolle. Trabaja desde la inclusión y la integración, por lo tanto es abierto a todo aquel que quiera participar de manera voluntaria. En definitiva, considera que el arte es algo a lo que la comunidad tiene derecho: propone asumirlo y no delegarlo como tal.
Con su iniciativa para fundar el primer grupo de teatro comunitario, Adhemar Bianchi –actor, director y dramaturgo, fundador y director general de Catalinas Sur de La Boca– recogió una de las demandas sociales de la época: rehacer los vínculos, recuperar el espacio público, desempolvar la capacidad creativa.
Bianchi y Ricardo Talento –fundador en 1996, pleno menemismo explícito, del Circuito Cultural Barracas, el segundo grupo de teatro comunitario– recorrieron caminos paralelos sin conocerse, hasta que las paralelas se juntaron en la práctica del teatro comunitario. Ni uno ni otro se consideran los creadores sino que se reconocen parte de una generación que logró traducir, sintetizar y combinar una necesidad social con las múltiples experiencias en las que habían participado anteriormente: teatro del oprimido, independiente, callejero, teatro popular, etcétera.
Ambos apuntan a desterrar el concepto de dos “tipos iluminados” a los que se les ocurrió hacer teatro comunitario y expresan el surgimiento como una continuidad en una forma de expresión y comunicación que tenía que ver con lo colectivo, la comunidad, con el otro. “No se nos ocurrió nada. Es una continuidad de lo que hicimos”, sostiene Talento.

Qué es comunidad
Bianchi y Talento lograron fusionar, en la práctica, los conceptos de comunidad, arte, identidad, celebración, autogestión y juego como unidad teatral. Lo hicieron, además, con una generosidad fundacional tal que durante los funestos días de 2002 ambos, como representantes de los grupos Catalinas y Barracas, salieron por los barrios a propalar el encuentro de vecinos a través del arte.
Hasta entonces sólo existían cuatro grupos en el país: dos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –Catalinas Sur y Circuito Cultural Barracas– y dos en Misiones –la Murga de la Estación (Posadas) y la Murga del Monte (Oberá)–. En 2001 había nacido el Grupo Boedo Antiguo, que recién estaba dando sus primeros pasos.
La gran crisis de representación que se cristalizó en el 2001 puso en duda diversas mediaciones. En ese contexto de asambleas barriales y alta participación social germinaron diversos grupos de teatro comunitario, favorecidos por el contexto histórico que revalorizó la participación social, pero también por el impulso de Catalinas y Barracas. En ese marco histórico, surgen varios grupos de teatro comunitario.
Las huellas de la época marcaban algunos rumbos:

-El poder como posibilidad: poder hacer.
-La potencia de la construcción colectiva y mayormente horizontal.
-La presencia de la clase media en proyectos colectivos.
-La participación social entendida como un vínculo y no como un deber ser.
-La cuestión corporal: poner el cuerpo para tales propósitos.

A mediados de 2014, varios años después, todos ellos funcionan en red, a través de la Red Nacional de Teatro Comunitario. La Red es el tejido en donde se comparte la experiencia de los distintos grupos, se gestionan subsidios colectivamente, se intercambia información, problemas y dificultades comunes, se acompaña y fomenta el crecimiento de los grupos existentes y se propicia la aparición de nuevos. Además, de manera anual o cada dos años aproximadamente, se organiza el Encuentro Nacional de Teatro Comunitario. En él, que va variando de sede según las necesidades de un determinado lugar, participan grupos de todo el país, compartiendo actividades y espectáculos, lo cual convierte a cada Encuentro en una experiencia enriquecedora para todos y una instancia de reflexión colectiva y tejido de la red social.

(Publicada en la revista MU, enero 2015)